Llegué a mi departamento y lo primero que hice fue llorar. Me derrumbé en el piso, con los papeles en mi mano y toda sucia. Esta vez fue diferente a todas las veces que había llegado a casa. Lloraba, sí, por culpa de Mike y de sus estupideces que me hacían perder el control. Pero ahora todo tenía un matiz distinto dada la traición de Sonny.
A através del dolor traté de entender por qué Sonny se estaba comportando así conmigo, pero no lo podía adivinar. No tenía ni pies ni cabeza que no me hablara, y menos que no hubiera hecho nada cuando me vio ahí con Mike sobre mí. Mi pecho llenaba todo mi cuerpo y no podía respirar bien. No tenía hambre y no quería levantarme del piso. No quería volver al DELUB y no quería ver nunca más a Mike. Lo odiaba. Lo detestaba, lo aborrecía, lo maldecía hasta querer verlo morir. Todo lo que me pasaba era su culpa, y nada en el mundo justificaba lo que hacía pasar. Nada.
Me dolía el cuerpo de sólo acordarme de que aun debía seguir yendo al laboratorio. Aunque mi decisión estaba tomada. Renunciaría apenas el proyecto estuviera en marcha. Y me daba igual si no me daba créditos y se los daban al simio de Mike, por mí que todo se fuera a la punta del cerro. Así que debía concentrarme sólo en querer terminarlo pronto. Entre más rápido avanzara, más rápido saldría de allí.
Me quedé en el suelo hasta que me dolieron los hombros y la cabeza. Me levanté muy lentamente, pues tenía mullidas todas las articulaciones. Sin darme cuenta habían pasado más de tres horas en el suelo sin parar de llorar. Y ya era hora de que dejara de sentir lástima por mí. Me dirigí al baño y sin siquiera mirarme al espejo –porque me daba miedo lo que allí vería –me desnudé metiéndome inmediatamente a la ducha. El agua caliente me devolvió un poco de la cordura que se me había quedado en el suelo. Ya no iba a volver a pensar en cosas malas de nuevo. No iba a repasar imágenes en mi cabeza que solo me harían volver a llorar. No iba a sentir rabia, no iba a acordarme de Mike en todo lo que me quedaba del día… Volvería mañana. Tenía que terminar el proyecto a como diera lugar. No debía quedarme pegada con nada, así todo sería mucho, pero mucho más rápido.
Me arropé muy bien antes de salir de la ducha, pues no quería pescar un resfriado que me mantendría en cama, lo que no era nada algo bueno para mis planes. Me vestí y ordené un poco. Los papeles que se habían ensuciado con el café estaban en el piso aún, y no tenía ánimos para levantarlos, pero eran papeles importantes, por lo que a regañadientes los colgué en la soga junto a mi ropa recién lavada. Lo único que se había salvado era la estúpida bitácora de Lam. La tiré al sofá del living. Escribiría luego, cuando hubiera comido algo –aunque no tenía nada de hambre –pues no quería tener nada malo con mi cuerpo. Una fatiga no era para nada buena esos momentos.
Tragué –pues comer es una palabra un poco más decente que no refleja lo que hice –toda la comida. No dejé nada. Lavé concienzudamente mis utensilios (no quería enfermarme) y me fui a acostar. Debía tener una buena siesta antes de ir al supermercado –me había dado cuenta de que mi refrigerador estaba pelado –y para ir a caminar y ver pecios se necesita energía. Las amas de casa lo saben muy bien.
Me acosté en mi cama, sin hacer, y me abrigué con el cobertor que tenía. Hace días que no pasaba tanto tiempo en mi departamento. Era como si recién lo hubiera comprado, o me hubiera mudado hace horas. Me sentía extraña en mi propio hogar. Eso me hacía ratificar la idea de que tenía que renunciar. No me di cuenta de cuando me dormí. Sólo recuerdo me imaginaba partiéndole la cara a Mike y que nadie me decía nada. Estaba fuera de mí.
Desperté en la oscuridad. Me volví a mirar la hora de mi reloj digital: las 20: 37. Temprano todavía. Me levanté. Me arropé muy bien, y salí. Mi auto no estaba calentito, por lo que a los minutos ya me encontraba tiritando al volante. La calefacción se había averiado hace días, pero como nunca lo noté necesario no lo había mandado a arreglar. Y ahora me congelaba. Genial. Puse una radio de música clásica y apenas una hora después ya me encontraba en casa. El supermercado no estaba lleno, por lo que no me demoré nada y la cajera estaba apurada así que me atendió como una bala.
No había puesto ni un pie fuera del ascensor cuando un olor, que más se parecía al del infierno, se coló por mi nariz. Era el indudable –y muy despreciable –aroma de la peste llamada Mike.
Me quedé entre el ascensor y el piso. A lo mejor me había confundido, y no era él. Tal vez el dueño del departamento de enfrente se había comprado la misma agua de alcantarilla de Mike. Debía decirle que había gastado dinero de más. Las bolsas me pesaban en las manos. No era que me había traído todo el supermercado conmigo, pero no tenía nada de fuerza. Era científica, por Dios, la fuerza estaba para estudiarla no para tenerla. En fin, me decidí a salir, esperanzada en que mi vecino hubiera botado su perfume en el pasillo y así dejara el fétido olor que casi me mata de un paro.
-¿Te ayudo? –escuché que me preguntaba alguien. Levanté ala vista. Había estado, al parecer, mucho rato parada en el quicio del ascensor.
La boca se me quedó abierta. Yo conocía el horrible tono de la voz de Mike. Algo entre lo sarcástico y lo burlesco-meloso, que reconocía muy bien, aunque estuviera al miles de metros de distancia. Pero ahora su voz sonó normal. Hasta amable, y por eso no me di cuenta de que estaba a su lado, hasta que me senté en el sofá de mi living.
Capítulo XVIII. Parte 4.
Hace 16 años
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